
Prohibido tocar
Gustavo Soruco
—Buenas, quería saber cuánto me da por esta radio, no está en las mejores condiciones, pero aún funciona.
—Aquí no compramos, solo vendemos.
—Pero, ¿de dónde sacan todo esto entonces?
—Pues… simplemente llegan.
Creí que aquel viejo intentaba engañarme, convencerme de que le dejara gratis aquel trasto viejo que llevaba entre las manos. Desconfiado volví a mirar el letrero de la entrada. “Antigüedades Ibáñez”. Era verdad, en ningún lugar decía compra y venta. Mire a mí alrededor y tanto las vitrinas como los estantes estaban rebosantes de cosas, objetos de todas las épocas imaginables: lámparas, electrodomésticos, mapas de la ciudad con fecha de solo unos días posteriores a su fundación, maquetas y juguetes. De estos abundaban por cientos. ¿Sería posible que todas aquellas cosas se las hayan regalado así sin más?
Puse el viejo radio en el mostrador, pues estaba muy pesado. Tantas válvulas y bobinas de cobre gravitaban fuerte hacia el piso. Era curioso o tal vez no. Yo, que había llegado con la intención de vender, ahora evaluaba la posibilidad de comprar algo. De seguro alguna baratija, pero con una historia interesante para contar.
—¿Le molesta si dejo esto aquí y doy una vuelta?
Negó con la cabeza sin despegar la vista del diario de la mañana y haciéndome un gesto con la mano me invitó a recorrer los pasillos. Si desde la entrada era una cosa impresionante ver la cantidad de objetos que había en el local, una vez en sus pasillos lo era aún más. A cada paso un nuevo hallazgo de objetos con los nombres más extravagantes. Ciertamente inventados a propósito por el encargado del local. Aun así, su objetivo se cumplía a la perfección, me atrapaban entre sus garras.
—¿«Lámpara secreta de la tumba de Epifanio»? —leí extendiendo mí mano con la expresa intención de asirla.
—¡Está terminantemente prohibido tocar los objetos! —me gritó desde el mostrador, aún sin mirarme.
«Ok» pensé recogiendo mí mano, quizás al tal Epifanio no le gustaba que tocaran sus cosas.
Unos pasos más adelante me topé con las “cortinas de la alcoba del rey Serafín III”, o por lo menos, así decía la etiqueta. ¿Rey Serafín? Definitivamente con algunos de los nombres se iba al carajo… además, sábanas como esas ya las había visto en cualquier motel de medio pelo, así que estaban lejos de ser las de algún rey por más pelotudo que sea su nombre. En el estante de en frente, viejos electrodomésticos eran los responsables de encorvar las tablas que hacían de repisas en aquel mueble: licuadoras, estufas, televisores y radios que, como la mía, habían tenido mejores épocas. «Ja, ja, ja ¿Qué tan boludo tendría que ser para llegar aquí con una radio vieja y terminar yéndome con dos?» pensé.
Las cosas más interesantes se hallaban al final del pasillo: orfebrería precolombina, jarrones, ajuares y hasta una momia. Si ¡Tal cual! Este viejo de porquería tenía una momia en su local. Era increíble y a la vez indignante. Con sus ojos entreabiertos y apuntándome con sus resecos dientes me observaba acuclillada en la repisa. Me acerqué hasta casi pegar la nariz al cristal para observarla a detalle cuando un reflejo en el mismo me sobresaltó:
—La trajeron de Neuquén, —me dijo— la encontraron en el volcán Hua… Hue… Hue… no recuerdo el nombre, creo que fue un cacique, o al menos eso me dijeron.
El viejo, por primera vez abandono su lugar en el mostrador que se hallaba detrás de mí, me habló con esa voz rasposa de anciano muy cerca del oído. Me sentí incómodo y a la vez asqueado, así que seguí avanzando en mí recorrido siguiéndolo con el rabillo del ojo. Se quedó parado unos segundos mirando el cuerpo disecado y luego se perdió entre los estantes. Un par de repisas adelante ya comenzaron a abundar cosas más corrientes que comunes: juguetes rotos y muy viejos, de los cuales muchos pude reconocer de mi época de niño. ¿Quién no tuvo un Duravit alguna vez? Cartas y figuras de personajes que me acompañaron tardes enteras cuando volvía del cole y me sentaba a tomar el mate con pan. La tentación fue demasiada, sin vacilar alcé entre mis dedos un muñequito que recordaba que venía junto con los chocolatines,
—¡Está prohibido tocar! —me gritó el viejo con inexplicable ira.
—No se preocupe, me lo llevo —dije, pero no lo vi por ningún lado.
Me acerqué al mostrador y solo pude encontrar el diario que minutos antes el viejo hojeaba con desinterés. Me asomé, quizás se hallaba agachado buscando algo detrás de él, pero no encontré a nadie oculto. Aún con el muñequito en la mano volví a desandar los pasillos en busca de aquel encargado fugitivo. Nada. Simplemente desapareció. El aire se cargaba de una energía extraña, esa que dicen, pueden presentir los animales cuando una catástrofe natural se acerca. Y tal vez no estaba equivocado porque no había terminado de formular el pensamiento en mí cerebro cuando un pequeño temblor hizo crujir todos los estantes y, con ellos los objetos que soportaban. Fue solo un segundo debo decir, pero luego de eso todo se puso extremadamente frío. Di dos vueltas al local hasta que harto, me dispuse a salir. El viejo no estaba y ya se hacía tarde. Intenté girar el pomo, pero la puerta estaba sellada. Afuera, un manto blanquísimo, como si alguien hubiera descolgado una cortina desde el techo cubría los vidrios desde el exterior impidiendo mirar a la calle. Quizás, las mismas cortinas del rey Serafín…
Qué viejo de mierda, comencé a llamarlo a los gritos, ¿Dónde carajo se había metido? Me metí el muñeco en el bolsillo y comencé a aplaudir, pero el efecto no fue diferente. Por fin en una última vuelta por el salón pude ver una puerta en la que no había reparado en mis anteriores recorridos por los pasillos. Sin permiso y sin la necesidad de solicitarlo tampoco, la abrí. Detrás de ella, una escalera me llevaba hacía arriba, quizás a un ático que, por cierto, no había notado que tuviera aquel local cuando lo miraba desde la calle, ya que se lo veía como una casa vieja, sí, pero de un solo piso. Empecé a subir, imaginando en mí mente todos los insultos que le proferiría a aquel viejo por dejarme encerrado en su local de porquería, cuando me di cuenta que las escaleras se hacían cada vez más largas y mis pasos pesados. Era surreal, ¿habré subido cuatro pisos quizás? Miré hacia abajo y definitivamente era más el recorrido que tenía que hacer en bajada que el que me quedaba por delante, así que seguí. Una vez en la cima, una puerta pequeña detuvo mí paso. Era una trampilla de no más de cincuenta por cincuenta centímetros de largo. La abrí y afuera una tormenta de nieve arreciaba con furia, «las cosas simplemente llegan» dijo el viejo, recién ahí lo comprendí: llegaban, sí… caminando. En ese momento el anciano colocó en uno de los estantes de su casa de antigüedades una esfera de cristal en la que pequeñas partículas de tergopol se arremolinaban alrededor de una casa vieja con alguien asomado a una ventana en el techo.