Azul de medianoche

Osvaldo A. Patiño

Se desencadena poco a poco, sigue un ritmo constante, seguro y placentero hasta que explota en pasión, recorre el cuerpo. Es una caricia larga y rítmica. Son cuatro manos deslizándose por todo el cuerpo, presionan la piel como queriendo arrancarla, pero respetando su consistencia; es una sed de sangre que se sacia con la gota que nace de un beso cálido que regala una mordida, una gota de sangre que el amante regala para alimentar al otro. 

     Así es como puedo regalar la eternidad. 

     Mi vida es ahora pasión, tranquilidad y libertad, pero no siempre fue así. Nací esclava, en un plantío de algodón al sur de Alabama. Fui una criatura fortuita, una ganancia de la inversión de un capitalista. Hija de negra y negro, seres que eran propiedad, seres que no tenían el derecho de bondad o cariño, menos que un perro.

     Mis padres me pedían perdón por cometer el pecado del amor y concebirme. Mi madre lloraba cada noche, lamentándose de haberme traído a este mundo. Esto no quiere decir que me odiaba, al contrario, ¡pedía por mí con todo su amor! Pedía por mí y elevaba su canto a diosas y dioses de otro mundo, seres fantásticos que sólo eran mencionados en secreto. Ninguno de ellos era el Dios del amo, pero todos son la Diosa de mi presente.

     El amo, el Señor Smith, y su esposa festejaban mi cumpleaños como hacían con las esclavas nacidas en su propiedad, nos llevaban a la casa grande y nos daban galletas con leche batida. Por unas horas parecían cariñosos y honestos. Pero no era así, sólo era un instante de fantasía pues una mala contestación, comer antes o después de que lo ordenasen ameritaba un azote o una bofetada. 

     Si ese día una de nosotras cumplía más de quince años, el amo nos regalaba una noche en su casa. La acreedora a ese premio desaparecía y no volvíamos a verla. En las cabañas de esclavos decían que el amo tomaba la virginidad de las infantes y después, para calmar la furia de su esposa por el arranque de infidelidad, las niñas eran vendidas al día siguiente. Pero no, yo estaba segura de que no era así. 

     Yo sabía que eran monstruos que se alimentaban de sangre inocente. Eran malos y arrogantes, y ningún humano podía ser tan monstruoso. Había escuchado un poco de aquellos seres entre los trabajadores de la hacienda: vampiros, les llamaban. Seres extraordinarios que junto con fantasmas y brujas constituían el temor de los hombres. 


Recuerdo mi cumpleaños número quince. La luna llena coincidió con mi primera menstruación. Yo sentía malestar y asco, ¡mi madre dio gracias a sus dioses!, pero yo solo pensaba en bañarme y borrar la mancha. 

     La ama se enteró de la llegada de mi periodo y me mandó un vestido blanco, tenía que usarlo esa noche para festejar mi cumpleaños; mi madre, al mirar el paquete, no hizo más que llorar y nada más hasta que me marché, y así, con llanto, es como mi madre se despidió de mí para siempre.

     En la noche, fui llevada a la casa grande. El Sr. Smith me recibió en la puerta, me tomo del brazo y me llevó al comedor, donde aguardaban expectantes otras tres niñas. Una galleta se hallaba servida ante ellas. 

     “Bienvenida al banquete”, me dijo el amo con sorna. 

     No pude reprimir una mirada de odio. Una bofetada del amo me tiró al suelo. Pero me levanté rápidamente y sin protestar me senté en el lugar que estaba asignado.

     La velada fue corta, y como era de esperar me retuvieron en la casa. La ama se fue a dormir mientras el Sr. Smith me llevaba al sótano. Me aventó al piso, me dijo que tenía que prepararse para mi noche especial y me abandonó ahí por un tiempo que me pareció eterno. El sótano era la bodega personal del amo: ahí guardaba carne seca, vino, armas y telas de algodón. Me acurruqué en las telas, esperando al Sr. Smith, sabiendo que aquella era la noche de mi muerte.

     El señor llego por fin, vestido con un camisón para dormir, un vaso de leche y un pedazo de pastel, se sentó en el suelo junto a mí y me invitó a comer. Lo hice, más por temor que por hambre. Mientras tomaba pedazos de pastel con los dedos, el amo me miraba con una sonrisa lasciva, en sus ojos había crueldad y deseo. Acarició mi cabello, besó mi mejilla; intenté alejarme pero me tomó con fuerza del cuello. Derramé la leche sobre él. Me soltó, con un puño me rompió la nariz, empecé a sangrar. 

     Entonces sus ojos se abrieron de forma inhumana: la sangre resbalaba por mi cara.

     Me levanté y quise correr. Sabía que era un sin sentido pero lo intenté. Lo único que logré fue chocar contra la cava, unas botellas de vino estallaron en el suelo. 

     El amo, furioso, se lanzó sobre mí. Me mordió el cuello. Poco a poco, sentí cómo mi sangre abandonada mi cuerpo. El miedo me invadió. Mi mano tocó una botella rota, la tomé del cuello y como pude la enterré en la espalda del vampiro. Él gritó de dolor, y, molesto, me arrojó al otro lado de la habitación. Se puso de pie, era un demonio lleno de furia. Avanzó hacia mí para terminar lo que había empezado, pero el vino le hizo resbalar y cayó de bruces al suelo. 

     En ese momento me invadió una fuerza enorme que se manifestó en una carcajada, provocada por la caída de Smith. Me levanté, tomé una pala y le golpeé la cabeza mientras yacía en el suelo. Intentó incorporarse pero con la fuerza de los golpes y el piso mojado solo podía arrastrarse. Le encaje la punta de la pala en el cuello y escuché un gemido de dolor. Presione aún más fuerte, y luego levanté la pala una y otra vez, una y otra vez, hasta que su cabeza se desprendió del cuerpo.

     Al ver lo que había hecho no pude hacer otra cosa más que escapar. Tomé las llaves que el amo llevaba colgada en lo que antes era su cuello y ahora era carne machacada, abrí una infinidad de puertas y escapé. 

     Corrí toda la noche sin descanso, corrí mirando la luna, siguiendo las estrellas hacía donde mis padres decían que estaba la libertad, al norte. Por meses viajé de noche, y después de días sin comer me desmayé en el camino. 


Una familia de negros libres, ciudadanos canadienses, me encontró tirada al lado de la carretera. Ellos me adoptaron. Me dieron educación, fui la hija le pidieron a su Dios, pero yo sé la verdad: ellos fueron los padres que yo le pedí a la Luna.     

     Viví feliz con ellos por años, los vi morir, como he visto morir a mucha gente que he amado, pero soy feliz. 

     Fui la primera mujer negra en ir a la universidad, la primera en ser electa alcalde, y ahora, a doscientos años de ese enfrentamiento con Smith, y con una identidad nueva, recibiré la noticia de que seré la primera mujer negra en ser presidenta de Canadá.


Semblanza del autor:

Historiador, escritor y promotor de la lectura nacido en la Ciudad de México. Autor del libro “Anacronía Lunar”. Estudioso de la literatura romántica inglesa del siglo XIX e investigador de la historia y teorías panamericanistas y panarabistas.