
El árbol de la vida
Josué Sánchez
Hay un árbol en la vieja casa de mis abuelos que aún tiene su tronco firme, que sigue creciendo más cada año a pesar de parecer muerto. Desde que tengo memoria no lo he visto con hojas o semillas, no sé qué clase fruta da o siquiera si puede hacerlo, se me figura como un mechón de cabello en el cráneo de un cadáver creciendo sin razón aparente.
No podía quedarme con la curiosidad toda la vida, en la universidad conocí a un grupo de biólogos a los que les conté sobre este árbol. “Es imposible que siga creciendo sin dar frutos”, “Claro que hay especies que por dentro están vivas, aunque no lo parezcan”, “Debe tener una plaga que lo mantiene o una especie de hongo”, pero ninguno me dio una razón certera, así que invité a uno de ellos para que lo pudiera inspeccionar. Al verlo, su expresión de asombro fue como la de ningún otro. “Este árbol no debería de existir, está muerto por dentro y por fuera, mira lo fácil que se caen sus ramas y cómo se desborona la corteza. Es un milagro que siga de pie”. Un hombre de ciencia hablando de milagros, eso sí que no lo esperaba, pero por el tono de su voz le creía.
Fue así como busqué en otras ciencias no tan aplaudidas como lo es la alquimia. Ahí se hablaba del Árbol de la vida, un espécimen capaz de dar frutos vivos de sus hojas, una especie de incubadora que mantenía criaturas dentro de flores y las usaba para seguir de pie. Se decía que ningún fruto llegaba al suelo vivo, sino ya consumidos y casi en los huesos. No pude creer en esta charlatanería, pero por el asombro del biólogo seguí leyendo. “Para darle vida a este árbol hace falta sangre humana, dependiendo del tamaño será la cantidad de sangre que requiera, una vez que el árbol arroje su primer fruto solo será cuestión de mantener la misma cantidad hasta que florezca por completo”. Cuando leí estas líneas me recorrió un escalofrío por la piel, solo algo salido del infierno podría vivir bajo esas circunstancias, pero tenía que resolver el problema de ese árbol o quitarlo de tajo.
Regresé a la casa de los abuelos con mi hacha, listo para talarlo, pero lo vi y las letras de aquel libro me rondaban la cabeza, mis manos temblaban cuando alzaba el acero y solo pensaba que si al darle el primer golpe brotaban chorros de sangre, saldría corriendo del lugar. Mi cabeza estaba sumergida en ideas tontas que me frenaban, se combinaban con los recuerdos que me traía de la infancia cuando lo escalaba y miraba el resto del pueblo desde arriba.
Después de un rato tomé valor, alcé el hacha por encima de mi cabeza y cuando estaba a punto de soltar el golpe un gato negro brincó desde arriba directo a mis hombros, el hacha cayó de mis manos y casi me vuela un pie. Pero el gato no salió corriendo, se quedó en las raíces del árbol como si fuera su madriguera. No estoy seguro si fue el susto, mi enojo o las ansias por usar el hacha lo que me hizo clavársela en el torso a ese gato, pero lo hice, el gato chilló, afónico, y se retorció por unos segundos, pero no pudo escapar del frío metal que lo atravesaba y la sangre corrió colina abajo. No pude soportar mi acto tan cruel así que regresé a casa.
Pasaron unos días en los que la imagen de mi crimen no me dejaba dormir en paz, ese maullido me perseguía y mis manos me temblaban de nuevo, así que decidí volver para darle un entierro digno, pero al volver al pie del árbol no encontré rastro del gato ni de la sangre. La única evidencia de mi crimen era el tajo del hacha en una de las raíces del árbol que había tomado un tono anaranjado.
No volví a ese lugar hasta que mi hijo cumplió ocho años, me pareció buena idea que viera la casa en el que crecí y donde había vivido su abuelo. Cuando llegamos el árbol seguía ahí y me pareció que ahora era más grande, ni cuando era niño lo había sentido tan alto, esto me intimidó y decidí entrar a la casa para no verlo, el simple hecho de recordar mi crimen me estremecía, así que me concentré en sacar el equipaje.
Esa noche, mientras dormía en la vieja cama de papá, escuché claramente un maullido ahogado, casi en el mismo tono que aquella vez. Me desperté sobresaltado esperando volver a escucharlo y ahí estaba, lejos, tenue, casi sin fuerza. Salí de la cama y empecé a buscarlo, la casa era muy vieja y seguro estaba repleta de gatos, solo quería asegurarme de dónde se escondían, así que lo seguí, escuchaba atento, pero no parecía estar en ningún lugar de la casa, se escuchaba afuera, en el jardín, en el árbol.
Cuando llegué al árbol lo escuché más claro, arriba, casi en la punta de sus ramas. Alcé la cabeza y en una de las más altas había crecido una flor amarilla y redonda con el tallo anaranjado. Una flor en este árbol muerto, “un milagro”, diría el biólogo, pero ahí estaba, casi en la punta coronando su renacimiento. Era la prueba que necesitaba para saber qué tipo de árbol era este así que fui por la escalera y subí hasta alcanzar la flor, pero antes de que pudiera agarrarla, el maullido, claro y agudo, penetró en mis oídos, se acentuó y se volvió más como el chillido de un gato en celo. La cabeza comenzó a dolerme, casi caigo de la escalera por el mareo que me provocó aquel zumbido en mis oídos, mas cuando arranqué la flor el maullido se ahogó como aquel día en el que mi hacha le cayó de golpe al gato negro. Me senté al pie del árbol agotado y sudando, sosteniendo una flor tersa y aterciopelada, suave, pero con un olor espantoso, casi putrefacto. Podía sentir que guardaba algo sólido por dentro. La abrí lentamente y un líquido que apestaba más fuerte parecido a la miel comenzó a escurrir entre mis dedos, se pegó a ellos como la resina y me hizo vomitar.
Cuando pude recuperarme y acostumbrarme a la peste volví a sostener la flor, ya con los dedos llenos no me importó meter mi mano en su interior y saqué un bulto calvo y tembloroso: un feto de gato en pleno desarrollo se retorcía en mi mano como buscando la salida a su agonía. Lo arrojé contra el árbol y fui por mi hacha. Esta vez no lo dude, cada golpe que le daba a su tronco era sin medir mi fuerza, disfrutaba verlo despedazarse hasta que no soportó su propio peso y cayó colina abajo. Esa noche no volví a la cama, el agotamiento me dejó dormido en el pasto y con el hacha en mis manos. Mi esposa me despertó esa mañana.
“¿Qué haces aquí afuera? ¿Fuiste a recolectar leña en la madrugada?”.
Yo la miré con el sol pegándome en los ojos.
“No, vine a talar este maldito árbol que…”.
Pero ahí seguía de pie, tan grande como siempre, muerto desde mi infancia y ahora inmortal ante mis ojos.