
El arte de hablar sin mover los labios
Alex VAE
Gabriela era una treintañera que gozaba de un notable reconocimiento en la ventriloquía. Se llenaban los teatros y centros sociales a los que asistía, pues agotaba en poco tiempo las entradas. Su talento siempre maravillaba al público e inspiraba a los novatos del gremio.
Los ocho muñecos de Gabriela eran valuados en cifras largas. Pertenecían a una colección especial de 1915 junto con los otros cuatro que poseían Richard y Natalia, un matrimonio que encontró el amor en la profesión. Todos eran piezas de porcelana fina, diseñados con tanto esmero que cada uno podía reflejar una personalidad con sólo los detalles de las caras y la ropita que vestían. Preciosidades que años atrás hubieran terminado en una vitrina cualquiera sin poder pisar escenarios de no ser por el hallazgo de Gabriela, quien poco a poco completó la adquisición en conjunto con sus compañeros.
Naím era el nombre del muñeco que más utilizaba Gabriela. Se trataba del número doce y el último de la colección. Fue el segundo que encontró en una pequeña tienda de antigüedades hacía cerca de una década. Se apreciaba en el muñeco una linda piel morena y cabello rizado, además de ojos de cristal color marrón. Gustaba mucho su trajecito negro con la pequeña corbata oliva y el broche de esmeralda como accesorio para solapa, la cual iba a juego con el anillo usado por Gabriela. Cada muñeco tenía su broche y su anillo para el ventrílocuo con una piedra preciosa distinta al resto.
Aquella semana Gabriela se hallaba muy ocupada con presentaciones nocturnas por ser una invitada especial a un festival de artes escénicas de su ciudad. El porte elegante que mantenía ella resaltaba más con sus vestidos de gala de terciopelo oscuro y los peinados sobrios del cabello chocolatoso.
—Naím, viera que Stefanie me ha contado un secreto suyo —dijo Gabriela mirando al muñeco, su mano fuera del mismo movió la vara que guiaba el pequeño brazo derecho.
—Vos querrás decir chisme —corrigió Naím con voz de hombre joven—. ¿Ahora qué dijo de mí esa ladroncilla de bizcochos?
—Por enésima vez, Naím, ella no se los robó y no eran suyos. Yo se los compré, ¡pero en fin! Stefanie dijo que usted sabe cantar ópera y que se lo tiene bien escondido. ¿Por qué no les enseña a nuestros invitados sus dotes de canto antes de irnos?
—Primero impedís que obtenga justicia por mis bizcochos y ahora me exponés delante del público —Naím suspiró como si hubiera sido traicionado—. Mi mejor amiga me utiliza y quiere que cante sin haber practicado.
—No sea tan dramático, ¡yo voy a cantar con usted!
—Te vas a humillar solita, Gabriela, nadie se compara con mi talento.
—En su talento de ser el rey del drama será.
El público se echó a reír. Naím amenazó con mudarse y ser solista si Gabriela volvía a burlarse.
—Vamos, Naín, fue un chiste. Le compraré un paquete de bizcochos para usted solito.
El muñeco no contestó más que un resoplido con la cabeza mirando hacia otro lado.
—No sea maleducado. Hágalo por todos los que vinieron a vernos. ¿Y si les cantamos Largo al factotum de El barbero de Sevilla? Es algo que siempre gusta y a usted le sale fenomenal.
—No vas a rendirte, ¿verdad?
—¿Qué come que adivina?
—Pues bizcochos no son.
—¡Naím!
—¡Está bien! Pero quiero dos paquetes. No hagamos más larga la espera. Primero las damas.
—De acuerdo —Gabriela sonrió y miró al público—: Figaro! Son qua; Ehi, Figaro! Son qua; Figaro qua, Figaro là; Figaro qua, Figaro là; Figaro su, Figaro giù; Figaro su, Figaro giù!
—Figaro! Figaro, Figaro, Figaro, Figaro, Figaro, Figaro, Figaro!
Gabriela paró en seco, miró con reproche a Naím mientras que el público aplaudió el canto tan fluido y elevado a dos voces.
—Así no era, Naím. Sigue: Pronto prontissimo son come il fumine!
—Pero si nadie se sabe más que el Figaro, Gabriela. Mirá, si hasta aplaudieron con todo y error —replicó antes de reírse y, por efecto, el público.
Gabriela lo regañó de nuevo por su falta de profesionalidad y dijo que cantarían algo más antes de finalizar, pero esta vez sin saltarse versos o no le compraría nada. Naím aceptó antes de adelantarse a Gabriela para empezar de nuevo con otro canto.
Como en cada jornada, la función terminó de manera exitosa. Escuchó los aplausos incluso cuando caminó atrás del escenario y los miembros del equipo de aquel teatro la felicitaron. Firmó incluso un autógrafo a una de las nuevas asistentes, ella estaba sumamente asombrada de que a Gabriela no se le movieran los labios cuando Naím hablaba y que la voz masculina se escuchara tan bien. Dijo, en son de broma, que viendo de cerca casi podía creerse los rumores de que Naím era un humano real atrapado en el muñeco por obra de Gabriela.
—Claro que cierra la boca cuando hablo yo, ante mi presencia y mis talentos todos quedan mudos —dijo Naím en los brazos de Gabriela, quien estaba a punto de guardarlo en su maleta.
—No sea maleducado, nos están dando un cumplido.
—Si decir la verdad es no tener modales, entonces me declaro culpable de todo cargo impuesto.
—Sí, pero cargos por creído. A la casa ya y despídase de Raquel.
La muchacha no contuvo su sonrisa luego de que tanto Gabriela como Naím la despidieran.
El hogar de Gabriela tenía muchos objetos para pasatiempos. Era muy docta y en varios años consiguió coleccionar un viejo piano de cola, un caballete, herramientas para carpintería y alfarería, y otros artilugios más. Los cuadros de paisajes bucólicos que decoraban las paredes los hizo ella misma, así como los adornos tallados de la estantería de su sala. También sacaba algo de dinero con algunas de sus creaciones. Se le vendían bien y tenían un valor agregado por ese rumor de que estaban embrujados o malditos. Lo considerado misterioso llamaba mucho la atención.
Le causaba gracia que hubiera rumores de que fuera la líder de un aquelarre y cuyos muñecos fuesen humanos atrapados. Llegó a carcajearse cuando, con la seriedad propia de la genuina curiosidad, le preguntaron en una entrevista si tenía conexiones con la magia y qué pensaba de la hipótesis de que fuera una bruja reencarnada o invocada por sus amigos Richard y Natalia. El mal de risa fue su única respuesta y luego se compuso por medio de un comentario jocoso de Diana; quinto muñeco, con el aspecto de una mujer negra y la personalidad de una dama fina amante de las curiosidades científicas.
Desde los catorce años Gabriela se había hecho un campo en el mundo de la ventriloquía y sus primeros títeres descansaban en vitrinas a los lados de los muñecos que ahora utilizaba. El primero que consiguió fue Raymond, que emulaba un hombre ya mayor con su bigote y cabello negro canoso. En la nuca decía ser el número cuatro y su joya era el granate. Supo que debía tenerlo apenas lo vio entre otros muñecos de porcelana y, al igual que con el resto, discernió de inmediato cómo nombrarlo. Luego encontró a Naím y continuó hasta el último, que fue hallado por Natalia en una subasta por internet.
Al llegar esa noche notó que había olvidado cerrar el piano de cuando estuvo tocando por la mañana. Aprendió a tocar y cantar después de obtener a Naím; de manera empírica, según afirmó en una entrevista. Se encargó de ello y guardó las partituras antes de ir directo a la habitación especial para sus muñecos. Sacó a Naím de la maleta y lo dejó en su pequeño asiento, luego cerró con cuidado la caja de cristal.
—¿Quién va mañana? —se preguntó en voz alta. Los repertorios permanecían en su memoria al derecho y al revés.
Los ojos brillaron por un instante de un celeste brillante. Con un movimiento mecánico se quitó el anillo de esmeralda para guardarlo en un joyero de caoba. Tomó el de la aguamarina, que pertenecía a Stefanie, la onceava de la colección con la apariencia de una adolescente pelirroja, la cual lucía un vestido floreada y zapatitos de charol.
Puso a Stefanie en la maleta y se colocó la pijama para tomar un merecido descanso. Gabriela tendría mucho por hacer al día siguiente aparte del espectáculo nocturno. Ni el piano ni el canto serían su interés, sino el dibujo en carboncillo de colores. Tendría una mañana relajante, comería una tarta de frutillas de la pastelería de la esquina y leería cuentos de fantasía un poco antes de ir al teatro, donde esta vez compartiría escenario con Richard y Natalia, quienes se acompañarían con los muñecos dos y nueve.
Para Gabriela era normal saltar de un gusto a otro y emocionarse por encontrarse con sus dos colegas, pues carecía de otros amigos cercanos. No interesaba que no los tuviera, para eso tenía los muñecos y sus titiriteros. No se percataba, por supuesto, de los pequeños cambios de personalidad propios o los de Natalia o los de Richard.
Y es que, resulta, había un fallo en los rumores. Gabriela, Natalia ni Richard eran brujos reencarnados y mucho menos longevos. Sí que había un aquelarre, pero no estaba compuesto por ellos, sino por un grupo de doce miembros quienes, tras un tropiezo ritual, acabaron con el cuerpo transmutado en piezas de porcelana. Los doce miembros tan sólo podían vivir a través de artistas que ni siquiera se enteraban de sus presencias por la sutileza de la conexión. La vida prolongada era ociosa, pero útil en manos de quien ejecuta artes.
Gabriela cumpliría con los deseos de Stefanie pensando que eran suyos, luego serían los de Diana o Raymond o cualquiera de los otros, no podía saberlo y no interesaba a ninguno que lo supiera. Si ella pensaba que estaba libre de embrujos y podía darse una buena vida para los pequeños intereses de los muñecos, entonces no había ningún problema. Además, cada uno de los muñecos le ayudaron a volver perfecta la técnica de la ventriloquía. En definitiva, era un ganar-ganar.
La noche siguiente Gabriela, Natalia y Richard ofrecieron un gran espectáculo donde de nuevo fue evidenciada la perfección de su arte. Al amanecer seguirían las rutinas modeladas por deseos ajenos bien asimilados y degustados por los dueños de los labios de porcelana tras las vitrinas.
Semblanza de autor:
Alex VAE es una costarricense que escribe desde los doce años. También es filóloga y dibujante. Tiene algunos cuentos publicados y una novela titulada “La Novena Familia”. Administra con mucho amor un blog para lecto-escritores llamado “Consejos de una beta reader”.