
Hasta el final de los tiempos
Aarón Figueroa Espinosa
Eran las once de la noche cuando la Muerte abordó un vagón del metro con dirección a la terminal de Indios Verdes. Se sentó en el primer asiento individual al fondo del vagón, se acomodó apoyando la cabeza contra la mampara y dejó que su guadaña se recargara sobre la barra de contención.
La Muerte aprovechó el espacio y la libertad de movimiento para estirarse cómodamente y tomar un momento de respiro de su ajetreada labor, observando a los mortales que tenía a su disposición. Unos segundos después el tren dio marcha.
Un estudiante solitario viajaba en el asiento frente a la Muerte, y alternaba su impaciente mirada entre la pantalla de su teléfono y la interminable lista de estaciones que todavía lo separaban de su destino en la terminal de Indios Verdes. Una fiesta se había prolongado y entre fotos y despedidas se le había hecho angustiosamente tarde.
Un matrimonio de ancianos se sentó a medio vagón de distancia y viajaban en silencio, con la mirada vacía y perdida en el infinito de quien ya no tiene sueños y lo único que espera es poder levantarse por la mañana.
Un joven luchador iba sentado en el asiento del lado opuesto a la pareja de ancianos, medía poco más de un metro ochenta y abultaba músculos del cuello para abajo, estaba concentrado revolviendo su petaca de La Triple A buscando algo importante entre sus vendas y la ropa de gimnasio sucia. Al poco tiempo encontró lo que buscaba su teléfono celular que no había parado de recibir mensajes.
En el asiento frente al luchador un viejo de aspecto destartalado que dormía la borrachera y roncaba ferozmente, de la mano izquierda le colgaba una mochilita harapienta y en la mano derecha sostenía precariamente un panalito de alcohol de caña tenía la barba y los cabellos canos, desarreglados y sucios, sus brazos estaban surcados de cicatrices y tatuajes de prisión, sus prendas estaban tan cochambrosas y desgastadas que parecía que se desintegrarían si intentaba lavarlas y calzaba un par de botas industriales tan rotas que se veían sus calcetines percudidos y el casquillo de acero a través de los desgarrones.
Finalmente, en los asientos más alejados a la Muerte viajaba una pareja de jóvenes oficinistas, chavo y chava, ambos concentrados en sus teléfonos celulares y completamente ajenos a todo cuanto acontecía a su alrededor. De cuando en cuando uno le mostraba al otro la pantalla de su teléfono, decían algo y volvían a abstraerse en su mundo digital de likes y selfies y videos en tendencia y memes de temporada e historias de doce horas de duración.
En la estación de Copilco tres faquires abordaron el vagón por la puerta más cercana al estudiante y caminaron hasta la mitad del vagón, a pocos pasos del viejo durmiente y el joven luchador.
El primero era un adolescente sonriente de unos diecisiete años, el segundo tenía un rostro endurecido y rosaba los treinta, el tercero era el más sucio y de su rostro inexpresivo era difícil calcular la edad. Los tres tenían cuerpos flacos, la mirada perdida y llameante de quien está
irremediablemente ahogado en el mezcal barato y en los solventes, los hombros fortalecidos por las rutinas de ejercicio en las barras paralelas, quemados por el sol y marcados por los vidrios.
El faquir más sucio se sentó en el extremo opuesto del vagón, abrazó un envase de plástico que contenía un chorro de solvente y cerró los ojos.
El faquir adolescente y el de rostro endurecido, hartos de su número de acostarse sobre vidrios y movidos por la desesperación, el hambre y la adicción, comenzaron a agitar las playeras en donde cargaban sus vidrios y lanzaron un grito amedrentador para exigirles una “cooperación” a los pasajeros.
—¡No les queremos robar así que mejor cooperen, mi gente! —gritó el faquir endurecido.
—¡Así es, mi gente, al chile queremos portarnos bien, seguir andando por la derecha! —Corroboró el faquir adolescente —. ¡No les vamos a pedir el de a tostón ni la Sor Juana, pero sí la de a diez y la de a cinco pa’ que vean que no somos la rata ni la maldad!
Se dirigieron primero con la pareja de ancianos, el esposo intentó decir a los faquires que ya no traían dinero. El faquir adolescente de dio una zape en la cabeza al anciano y le gritó amenazadoramente:
—¡No se haga pendejo, pinche ruco, que de seguro ahí trae!
Entre más gritos y manotazos el anciano, como pudo, sacó de su bolsillo un par de monedas de a cinco y se las entregó al faquir adolescente, mientras su esposa, con las manos temblorosas y al borde del llanto, le entregaba una moneda de a diez pesos al faquir endurecido.
El estudiante se asustó, pues ya no traía dinero en la cartera, solamente cargaba con su tarjeta del metro y su credencial de la facultad, no tenía ni morralla para soltar.
Todo lo que le quedaba era su pasaje para la combi que lo llevaría hasta su casa en Coacalco, y no quería que le robaran el teléfono porque sus padres recientemente se lo habían regalado. Se le hizo un nudo en el estómago y se le secó la boca por el miedo. Cuando el tren arribó a la estación Miguel Ángel de Quevedo la pareja de oficinistas ocultó disimuladamente sus celulares, y revolvieron sus carteras buscando monedas al mismo tiempo el luchador se levantó de su asiento en cuanto se percató de lo que habían hecho a los viejos jaló al faquir de rostro endurecido, que se distrajo contando el botín obtenido de los ancianos, lo alejó de la pareja y lo azotó contra una de las puertas del vagón.
Al percatarse de esto el faquir adolescente dejó caer la playera en la que guardaba los fragmentos de vidrio sobre los que se acostaba, tomó el trozo más grande y con él apuñaló un par de veces al joven luchador en el costado éste dejó escapar un quejido y se llevó las manos al ensangrentado costado liberando a su presa La tercera puñalada le acertó en el
estómago y una cuarta en el tórax.
El luchador cayó sobre sus rodillas mirándose las manos manchadas de sangre, segundos después cayó de frente y su cabeza impactó con un sonoro golpe contra el piso del vagón. Esto despertó al viejo destartalado, sobresaltándolo y provocando que dejara caer su panalito de alcohol de caña.
Cegado por la rabia, el viejo emitió un grito salvaje y se abalanzó contra el faquir adolescente clavándole los pulgares en las cuencas de los ojos, lo derribó y comenzó a golpear su cabeza contra el piso.
Ambos faquires golpearon y apuñalaron al viejo, el duro tiraba golpes, patadas y tajos entre las costillas y la espalda, el joven hacía lo mismo en los costados y la cara del viejo.
El viejo siguió azotando la cabeza a su rival contra el piso hasta que el cráneo del faquir adolescente emitió un crujido estrepitoso y nauseabundo. El viejo no notó que su joven contrincante ya no se resistía y siguió aferrado a su presa.
El faquir endurecido apuñaló con mayor intensidad al viejo y en pocos segundos ya le había provocado treinta heridas, incluyendo dos en el cuero cabelludo detrás de la oreja izquierda, una detrás de la quijada y otra a milímetros de su espina dorsal. El viejo murió con sus pulgares todavía clavados en las cuencas oculares de su rival cuando llegaron a la estación Viveros.
El metro entró turbulentamente a la estación, provocando que el faquir de rostro endurecido perdiera el equilibrio. Cuando las puertas se abrieron de golpe, por ellas penetró un violento alboroto causado por dos vendedores ambulantes de discos piratas.
Ambos eran obesos y estaban ebrios, en sus espaldas cargaban voluminosas bocinas, en una de las bocinas sonaba “Lo mejor del rock en tu idioma” y en la otra “Lo mejor del reventón musical, lo más nuevo, lo más sonado“, dos bestias en peligro de extinción.
Los vendedores se precipitaron pisoteando los restos de la riña anterior y comenzaron a golpearse brutalmente con botellas de cerveza vacías.
Era como mirar a un par de quimeras con cuerpo de elefante marino y caparazón de crustáceo. El faquir endurecido, que no había recuperado el equilibrio, fue aplastado por más de doscientos kilos de cuerpos obesos y sistemas de audio se asfixió debajo de los vendedores, que bufaban y gruñían, que se rasgaban las carnes y se golpeaban las cabezas.
Las bestias cayeron desmayadas, demasiado heridas, demasiado ebrias y demasiado cansadas como para continuar con la lucha cuando el metro arribó a la estación de Coyoacán. El suelo del vagón se manchó de lado a lado de sangre espesa, había cientos de fragmentos de vidrio desparramados y el estruendo de las bocinas no se callaba.
Los oficinistas gritaban horrorizados, la anciana lloraba presa de un ataque de histeria y su esposo se encogió estremecido mientras la orina le corría por la entrepierna. Al estudiante se le atoró un grito en la garganta en su lugar, un chorro de vómito salió disparado entre sus dientes. El vagón se llenó con un olor asqueroso. El metro arrancó de nuevo.
El tercer faquir, el más sucio y atemporal de los tres, no se inmutó ante lo acontecido a su alrededor, incluso había mojado tranquilamente un retal de tela con el solvente de su botella cuando el viejo destartalado atacó al faquir adolescente. En cuanto terminó la riña de los vendedores ambulantes, se levantó sonriente de su asiento, pasó por encima de los cuerpos inertes, sin preocuparse siquiera por sus compañeros caídos, y dejó tras de sí un rastro de sangre y vómito en su recorrido. Cuando llegó al lugar en donde se sentaba la Muerte, la boca se le tensó en un rigor mortis grotescamente parecido a una sonrisa, su mano se crispó dejando caer su última mona y el corazón se le detuvo. Sus ojos se perdieron pacíficamente mientras caía sobre su espalda y su espíritu se alejaba flotando a otro plano.
Durante la última temporada la Muerte se había aficionado a recorrer las doce líneas del metro del Distrito Federal, pues cosechar almas resultaba de lo más aburrido después de uno o dos eones. En ocasiones como aquella, a pesar de su apretada agenda, la Muerte se tomaba un momento para sentarse y disfrutar del show de los mortales y de sus infinitas, descabelladas, creativas y absurdas maneras de asesinarse entre sí. No podía negar que le entretenía ver eso.
De vez en cuando se preguntaba si acaso esa costumbre viciada se la habían contagiado los mortales o viceversa: ¿fueron los mortales quienes se contagiaron de tan insano entretenimiento? ¿Sentarse, abstrayéndose del universo, y contemplar con indiferencia el espectáculo grotesco de la vida? ¿O acaso los mortales se contagiaron de la indiferencia de la Muerte al presenciar el recorrido infinito de la vida que conlleva inevitablemente a su encuentro con ella?
Aquellas sí que eran preguntas interesantes.
Sin embargo, el itinerario de la Muerte era apretado y tenía que levantarse para continuar con su labor, ya tendría un respiro para responder a sus preguntas en algún otro momento, si es que le daba la gana contestarlas, o simplemente volvería a sentarse a disfrutar del espectáculo ¿por qué no?
Eran las 11:15 de la noche cuando la Muerte descendió del vagón en la estación Zapata llevándose consigo las almas de un joven luchador, tres faquires callejeros, un viejo de aspecto destartalado y dos vendedores ambulantes. Otro día laboral, otro puñado de almas. Mañana por la mañana la misma rutina, así hasta el final de los tiempos.