
No me gusta que fumen
Álvaro Segura
Con un aburrimiento fatal, me encontraba repantigado en mi oficina releyendo el reporte que tenía que entregar mañana. La ceniza del cigarro caía sobre mi camisa y, con intencionado descuido, soplaba sobre ella para terminar de apagarla. Tocaron la puerta con sutileza. Era Gerardo, con maletín en mano y saco puesto:
–Oye, ya me retiro –dijo con leve amabilidad.
–Sí, cuídate. ¿Mañana te veo en el partido?
–¡Claro, como siempre!
–Ándale pues… Luego andan tirando pura lengua tú y los muchachos –dije juguetón.
–¡Ja! Y las has de querer atrás, pícaro.
–¡Ay, sí! –Bromeaba, claramente.
–Cámara… Nos vemos.
Levanté el cigarro con cortesía y volví a mi perezosa tarea. Seguido de un solo impulso giratorio a la silla escuché sus pasos de retorno. Sin asomar ni una extremidad a la puerta, Gerardo añadía:
–Por cierto: no me gusta que fumen en la oficina.
Extrañado, y a punto de relucir mis finas majaderías, corrí hacia la puerta. Ya se había ido; esa agilidad le servía no solo en la cancha. Frecuentemente, soy el último en abandonar la oficina; tomo mi tiempo en acomodar mis pertenencias mientras acabo el merecido cigarro y merodeo por las estaciones de mis compañeros. Los grandes ventanales dejan entrar esas frías ausencias de sol al lugar que ahora luce despoblado.
Con esa vagancia me dirijo al baño, danzante, alegre. Para llegar a él se tiene que atravesar una espaciosa bodega repleta de archivos y papelería. Muchas veces los muchachos y yo aprovechamos los ratos libres para platicar y fumar en las esquinas de la misma, tan es así, que compramos una sala roja cereza para dejar que las horas se vayan con la humareda.
Era de esperarse un ambiente tétrico y oscuro. Con la vejiga estresada, me apresuro y entro a uno de los retretes sin mucho pavor… ¡Ah, qué alivio! Abro la puerta del retrete y, abrochándome el cinturón, salgo con premura hacia el lavabo. Mientras lavaba mis manos observaba hacia al espejo, y el cigarro que se me hacía eterno.
–Pinche Gerardo… ¿Por qué me habrá dicho eso? –Le decía a mi reflejo.
En esos balbuceos estaba cuando alcanzo a oír un quejido intenso en la bodega. Mi espalda siente un escalofrío paralizante. Escupo el cigarro en el lavabo, me seco las manos y cauteloso intento voltear mientras el ruido perturbaba mis oídos. Veo en el reflejo del espejo, sentada en el sillón rojo cereza, la silueta de un hombre de complexión media, en una posición relajada parecía jadear y ser la fuente de aquel disturbio. No sé cómo, pero pude sentir su mirada punzante y distante en mi cara.
Ahogándome con el humo mal pasado corro hacia la puerta de la bodega; y los quejidos de enfisema aumentaban, inundaban la bodega entera.
–¡Carajo! La puerta está cerrada.
De desesperación miro por debajo de la puerta y veo una sombra a contraluz. Creo que es una broma y espero ver a Gerardo del otro lado trabando la perilla. Comienzo a sudar frío cuando, a través de la mirilla, ¡me veo a mí, sonriente!
El impostor, al darse cuenta, se incorpora ante el jadeante ruido de enfisema mientras me observa.
¿¡Qué hago!?
La puerta trabada y, detrás de mí, solo veo con el rabillo del ojo a la silueta colocar su mano sobre mi hombro. Su jadear frígido acaricia mi oreja y, al mismo tiempo, el otro yo comienza a empujar la puerta.
–Te dije que no me gusta que fumen en la oficina.

Semblanza del autor:
Soy Álvaro Segura, joven de 17 años y próximo estudiante de medicina en la UNAM. Amo escribir sobre filosofía, literatura y algunos delirios de suspenso. Genuinamente creo que el humano sólo sabe hallarse en las Letras.