
Pareidolia
Eduardo Fernández
¿Era una cara lo que veía en el techo? La figura tenía ojos y boca. Le faltaban orejas, pero sí, era un rostro. A su lado, un perro se acercaba tratando de lamerla en un gesto de cariño. Más allá, cerca de una esquina, un hombre montaba a caballo y debajo un unicornio se alzaba desde lo que podría ser una nube. No sabía por qué se hizo tan diestra en reconocer patrones en las manchas formadas en la madera. O a qué obedecía esa facultad. De niña lo conseguía de manera torpe, en la adultez afinó su habilidad a tal punto que en ocasiones podía visualizar un cuadro completo, y cuando estaba sensible percibía movimientos, danzas y secuencias. Incluso, más de una vez, se levantó de la cama para tocar esas imágenes, en un intento por demostrarse a sí misma que no eran reales, que solo eran figuras intangibles proyectadas sobre una superficie.
Quiso hacerlo ahora, pero no pudo. No tenía fuerzas. Había sangrado toda la noche y el dolor de útero era insoportable. Se supone que el Misotrol hace su efecto entre cuatro y seis horas después de tomarlo; llevaba dos noches y seguía. Se había encontrado con el vendedor en el cerro Santa Lucía después de hallar su número en un foro de Internet. La transacción fue rápida y encubierta, similar a las dinámicas de compra y venta que acostumbraban los narcos en su comuna. Al volver a su casa, había recibido por WhatsApp una serie de instrucciones de uso del vendedor, antes de que la bloqueara. Dos mecanismos de administración: vía oral y vaginal. Eligió el segundo. Más rápido y efectivo, o por lo menos eso creyó. Cuatro pastillas que con su dedo índice las introdujo hasta que desaparecieron. También le indicó que sentiría cólicos, pequeñas contracciones y que el sangrado sería gradual. Pero, lejos de todo eso, su cuerpo estaba fallando de varias maneras: vómitos, mareos, dolor de cabeza, indigestión; estaba al borde de gritar por ayuda. Pero no, estaba sola, y según ella podía aguantar un poco más.
Cuando decidió abortar también decidió que no se iba a arrepentir. Era lo mejor. No podía permitirse “eso de ser madre”. No en esas condiciones. no cuando existía la posibilidad de ver en su niño o niña la cada de quien fue responsable del crimen que, de no hacer nada, en nueve meses tendría la capacidad de respirar.
Sin embargo, lo anterior no impedía que viniera a su mente cómo sería su posible hijo. Esos cortos instantes de duda y contradicción la aterraban. Lo veía correr, tropezarse, llorar, gritar ¡mamá! Pensaba que tendría el mismo pelo castaño de ella, los mismos ojos pardos y desviados como dos volantines, y hasta la misma sonrisa. Ni su determinación impidió los sueños donde aparecía él o ella, durante esas noches largas que sentía que no iban a terminar jamás; tampoco que los llantos de bebé en la calle o en la plaza le causaran aversión, a tal punto de tener el deseo de salir corriendo y alejarse de esas tonalidades que no quería que formaran parte de su vida.
Observó su vagina. Tenía la parte interior de los muslos salpicada con pequeñas manchas rojas. Abajo, la sábana se encontraba tirante debido a la sangre coagulada. Le dieron ganas de llorar. Revisó el examen para asegurarse por quinta vez que el feto cumplía con las condiciones para ser abortado: ocho semanas, al límite. ¿Podría ser que el examen de sangre estuviera errado? Miró al techo e intentó perder esa duda con la invención de historias y motivaciones de sus personajes en las figuras de la madera, pero ya no distinguía bien las siluetas. El unicornio que hace poco veía en una nube, se transformó de forma paulatina en un monstruo de fauces abiertas y de aspecto maligno. Al jinete lo perdió. Solo era una simple mancha cubierta de moho.
Gritos la sacaron de sus cavilaciones y la regresaron al dolor. Sentía un profundo olor a quemado que venía desde cerca. El escándalo de los vecinos le confirmaron lo que sospechaba: un incendio en su cuadra. Intentó ponerse de pie, pero solo consiguió arrastrarse hacia la ventana. Observó cómo un grupo de hombres arrojaba agua a la casa contigua. Seguir ahí era un suicidio. De nuevo arrastrándose, llegó hasta su cómoda y sacó lo que encontró en el último cajón. Se vistió como pudo, poniéndose un vestido encima y dejando sus calzones manchados. El humo ocupó todo el cuarto en un segundo. Tosió fuerte, una tos que anticipó la vibración de su cuerpo entero, un espasmo tan intenso que sintió que se desprendía de su estómago, de sus vísceras y de todo lo que tenía adentro. Perdió sus sentidos apenas el fuego invadió su entorno, no sin antes darse cuenta de que lo que había visto como un jinete, era en realidad un criminal a punto de ser colgado.
La casa demoró en encontrar un nuevo propietario. Quedó destruida, aunque sus cimientos y la techumbre seguían sosteniéndose. Los años que estuvo abandonada a las vicisitudes del tiempo, solo sirvieron para construir distintos mitos alrededor de la estructura. Algunos comentaban que estaba embrujada, que se escuchaban llantos y alaridos en su interior. Que aquellos que se atrevían a entrar encontraban la locura o sufrían una muerte temprana. Para los más escépticos, no era más que un antiguo vestigio de las consecuencias de la tragedia, una nueva tumba arquitectónica que servía de refugio a drogadictos y borrachos.
La llegada de sus recientes dueños impactó la rutina del barrio. Lo primero que quería hacer la niña de la familia era conocer su futura habitación. Nunca había dormido sola y el hecho de que sus padres consiguieran comprar ese hogar, que debían reconstruirlo a raíz del incendio, fue la mejor noticia que pudo recibir. La casa le pareció grande, demasiado para sus ojos infantiles. El padre le comentó que al final del pasillo, a la derecha, se encontraba su cuarto. Ella lo imaginaba rosado o celeste, decorado con los cuadros de hadas que le pintaba su mamá y que por fin tendrían un espacio, el suyo, para ser colgados. Comenzó a correr por el pasillo aferrada a su muñeca, pero a medida que se acercaba a la puerta sus pasos se hicieron lentos, pesados, como si algo, que no podía distinguir qué, la estuviera frenando. Abrió la puerta con cautela. Sintió escalofríos, a pesar del extraño calor que desprendían las paredes. Las cucarachas y moscas muertas en el suelo le provocaron repulsión. El aire estaba lleno de zumbidos de insectos. Antes de entrar, desvió su mirada hacia sus padres. Por unos minutos quiso devolverse, pero el deseo se fue desvaneciendo poco a poco por una curiosidad que se había alimentado por semanas. Entró con cautela. Bruscamente, sus sueños de niña se ensombrecieron. La pieza parecía una escena del crimen o un lugar en donde las paredes respiraban angustia. Pudo sentirla, al igual que las telarañas que se le adhirieron a la cara. Limpió su rostro con desesperación. Cuando lo tuvo despejado, cuando sus ojos estuvieron libres, dirigió su vista a las líneas de madera que dibujaba el techo opaco. Soltó su muñeca y el brillo de esperanza que había tenido la muchacha esa mañana terminó por desaparecer.
Cuando escucharon los gritos de su hija no entendieron qué pasaba. Solo después, cuando la hallaron rígida mirando el techo comprendieron… En las convexidades y contornos y manchas de la techumbre, en un paisaje cercano al delirio y a la pesadilla, se podía contemplar a una mujer que, con una intensa mirada de pavor o locura, sostenía con una mano a un recién nacido debajo de sus piernas, y con la otra, intentaba deshacerse de su cordón umbilical.