Sesión nocturna

Héctor Olivera

Acudía a las sesiones nocturnas de cine siempre y cuando proyectaran películas de terror. 

Con ojos felinos buscaba a los solitarios, con predilección por aquellos que se sentaban aislados sin nadie a su lado. Prefería los cuellos limpios, sin pañuelos anudados y sin las solapas alzadas ni ningún pedazo de tela que entorpeciera la mordida. Localizada la víctima, esperaba que el público gritase en respuesta a algún jumpscare, algún susto aparecido en la pantalla que sobresaltase a la audiencia. 

Entonces la mujer sedienta clavaba los colmillos en el cuello palpitante con alevosía, atacando desde atrás, agazapada en la fila anterior, amparada en la artificial nocturnidad cinematográfica. El grito desgarrador que brotaba de la garganta de la víctima se camuflaba entre los gritos de horror que inundaban la sala.

Si alguien de entre el público se percataba de la acometida, solían pensar que se trataba de una pareja demasiado efusiva en sus muestras de afecto o, lo que era más frecuente, de una performance organizada por el cine para animar la proyección.

Tras encenderse las luces de sala, el público podía verificar el estado cadáver del interfecto. La vampiresa cinematográfica hacía tiempo que habría salido del cine, recogiendo con la punta de su lengua las últimas gotas de sangre que humedecían la comisura de sus labios.