
Tapanco
Abraham Campos
La penumbra habita la casa como una capa de pintura que impregna personalidad, el silencio sepulcral que anida este tapanco me resguarda de las personas; aquí es donde encuentro esa melancolía que me hace sentir tan vivo.
Esa ventana abierta invita a las tímidas corrientes de aire a juguetear con la cortina y mis ojos caen rendidos ante el embrujo de aquella danza. La misantropía me invade a estar largas horas en la noche donde la gente permanece durmiendo y solo el cantar de los gatos me acompaña. Aun así, no logro conectar con un polizón que ha hecho de mi hogar el suyo, escurridizo como temerario y que en más de una ocasión me ha pegado un susto. Es ágil, lo admito, un poco astuto, pero mi inteligencia es más que suficiente para no caer en sus tretas.
Hace tanto tiempo que me encerré en los muros de esta edificación y solo el tapanco es mi sitio, el lugar donde olvido, porque olvidar es un talento, muchos pierden la memoria y con el tiempo la suelen recobrar, atrapados en los recuerdos, sus demonios los laceran, pero lo mío es consciente, las remembranzas arrancadas no me atan, casi olvido ser humano. A veces, recorriendo los pasillos, se revela la ventana rota que está en los pendientes y no falta el iletrado, que desconoce la propiedad privada y se interna en mi casa y una rabia cobija mi ser, me alejo, soy un ser impoluto y no quiero ensuciarme del trato con personas.
Normalmente, no suelen estar mucho tiempo, unas cuantas horas, mientras me resguardo en el tapanco. Malditos vagabundos.
El polizonte peludo emerge de las sombras, se muestra elegante y desafiante, pasa por las escaleras, creo que hoy será el día que lo agarre. Ese gato oscuro se posa glorioso en el buró, como si me esperara, sus ojos ámbares se postran en mí y un siniestro escalofrío me sacude, por fin está ahí, tan indefenso, pero entonces un miedo, domina mi ser, sin darme cuenta, estoy inmóvil observándolo también, hay algo que desbalancea el ímpetu que reuní.
Se acicala su pelaje y el hechizo que impedía dar un solo paso se esfuma, recorro con cuidado cada centímetro del piso para no llamar su repentina indiferencia, y a un palmo de poder alcanzarlo sus ojos se clavan en mi alma y un sutil arañazo recorre con un sudor frío mi espalda, el miedo se interioriza y el deseo de gritar resuena en mi mente.
Trato de apartar la mirada, pero siento la suya que me desnuda. Y es inevitable que se cruzen, sus pupilas se contraen, hay algo, un enigma, ese algo me insinúa que el gato quisiera hablarme, desvelar un atisbo profundo.
La turbación que mantenía hace un instante se evapora, el tiempo se congela entre él y yo, tiene algo familiar que se aprecia amargo, como si quisiera guiarme a algún otro sitio, no me resisto a tocar su cabeza, pero él saca un gruñido infernal y lanza un zarpazo. Lo veo salir corriendo entre los pasillos. De pronto se escuchan caer vidrios en la planta baja. Nuevamente algún vagabundo. La cólera despoja mi raciocinio, pondré un alto a estas incursiones de extraños, mientras bajo, cada que me aproximo a los ruidos noto que mi andar es cauteloso y una cierta aprensión se adhiere.
Hay luces de lámparas que se abren paso sobre la penumbra. Sin dudar pongo distancia, me alejo cuidadoso sin hacer la más mínima seña de mi presencia, subiendo los escalones hasta el tapanco.
Ya han trascurrido varias horas y ese sonido, el de los zapatos contra la madera, golpea incesante mi oído. Esos malditos murmullos alcanzan cada rincón de la casa, el poco valor que me queda pende de un hilo, tan frágil que aquella soledad que veneraba como deidad la cambiaría por la compañía de aquel polizón peludo.
De golpe un silencio se apodera, y es más tétrico desconocer si aquellas presencias se han alejado, tal es la duda que el sudor pareciera congelarse. Intento asomarme, pero titubeo en cada intento, pongo el oído contra el piso tratando de captar cualquier indicio que me revelé la culminación de esta angustia. Pero el silencio cobija sin clemencia el tapanco, hasta que un maullido se hace resonar―lejano, pero confortable― una deliciosa melodía que apacigua un corazón trémulo, un maullido insistente que proporciona una invitación al valor y con un suspiro profundo atrapo el coraje para mirar, y así disipar la desconfianza de seguir teniendo compañía.
El gato araña la puerta y una extraña sonrisa se dibuja en mí, sin titubeo lo dejo pasar, él se desplaza a una esquina contoneándose, se sienta envuelto en silencio. La casa que se encontraba en mudez se quiebra, resurgen aquellas pisadas que sacuden la madera con presura, se avecinan a mi escondite, me quedo confuso, la razón me encomienda a dar pasos hacia atrás, el gato con tranquilidad aguarda como si predijera este evento. Las luces se aproximan cada vez más y de repente asaltan el tapanco, esas luces apuntan en todas direcciones penetrando los secretos que guarda la oscuridad y una de ellas se posa sobre ese pelaje negro y él los observa sin juicio, se miran entre ellos confusos y en sus ojos se nota una desilusión, se escucha un susurro: «qué frío hace» una de las luces me apunta y sus ojos se tornan en horror. Caen de espaldas mientras el gato camina sin premura hasta llegar a mí y el recuerdo me confronta como una sutil ironía, aquel gato hace un gesto y lo sigo hasta disiparnos a través del muro.

Semblanza del autor:
Abraham Campos, México. Ha participado en la antología de cuento hidalguense, Editorial Vozabizal, en la antología de poesía: Voces minerales Editorial Vozabizal y en la antología flores que solo abren de noche de Fobica Fest y la Tinta del silencio. También ha publicado en algunas revistas digitales.