
Vísperas
Fátima Téllez
Para Alexis, por la paciencia, las charlas y la escritura
¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?
No era la primera vez que pasaba, ya le habían advertido que, en otras ocasiones, las quejas eran las mismas. Abandonaría el lugar cuando estuviera listo, cuando no sintiera esa angustia persiguiéndolo a todas partes, cuando los días no se le hicieran cortos en la espera de la noche y el sólo hecho de dormir no le pareciera una pesadilla. Abandonaría el lugar cuando el sudor no se le congelara en las sienes, cuando el silencio dejara de ser el preludio de sus peores miedos.
Don Cuco era un hombre de escasos 76 años, un poco jorobado, a quien las ojeras se le combinaban con el tiempo bajo los parpados y el cansancio se le notaba en cada paso que daba. Por alguna extraña razón don Cuco llevaba en el trabajo más de lo que dura una administración de Ayuntamiento Municipal, todos en el pueblo suponían que se trataba del típico caso de jubilación que costaría más por la antigüedad acumulada, o que nadie peleaba el puesto que el anciano conocía tan bien.
El horario de trabajo era más o menos aceptable; se abría a las 8:00 y se cerraba a las 6:00, don Cuco cerraba el gran portón con llave justo cuando los últimos rayos de sol todavía le permitían terminar con su rutina y a los visitantes salir apresurados. Para don Cuco la hora era algo sagrado, por ello, le parecía insultante que alguno que otro terco se negara a abandonar el lugar a tiempo; para don Cuco, el cementerio de aquel pequeño pueblo era un santuario y las tardes un ritual que no se debía profanar. A la gente le asusta la muerte, pero bien que les gusta andar de morbosos entre los muertos. Decía cada que un grupito de chamacos llegaba sospechosamente con mochilas tintineantes o una señora de sevillana negra recorría los pasillos del camposanto con un rosario enredado entre los dedos. Aparte de don Cuco, había unos cuantos trabajadores; los albañiles encargados de escarbar y construir los nichos de los santos difuntos, un par de jardineros que contrataban los familiares más adinerados de aquellos cuerpos para que el pasto y las flores que los cubrían se mantuvieran bonitos y así los remordimientos de los años que tuvieron para aprovechar a sus seres “queridos” quedaran saldados y, por supuesto, los intendentes que conformaban el pequeño grupo de valientes que por mera necesidad realizan el trabajo que a nadie le resulta reconfortante.
¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Era el cantito que le escuchaban a don Cuco desde temprano y que, por más tiempo que llevaran sumergidos en el trabajo, jamás se habían acostumbrado a aquel sentimiento parecido a un presagio que les helaba la piel, pues era como si el anciano invocara a los nuevos huéspedes. Y es que, en más de una ocasión, la muerte de los difuntos cargaba una historia realmente desconcertante.
—Oiga, ¿no cree que es muy temprano para andar con esas cancioncitas? — pero la paciencia de la edad le había enseñado a don Cuco que no vale la pena contestar ese tipo de preguntas, que basta con un gesto desenfadado para enfadar más al que ya lo está. Así, se dio media vuelta, tomó una pequeña escobeta y una regadera que, a simple vista, uno podría deducir que compartía cumpleaños con el panteonero. Hizo su recorrido de todas las mañanas, calle por calle, siempre maravillado por el aire fresco y los rayos de sol que cubrían una a una las puntas de las cruces; desde las más pequeñas, hasta las más grandes. Todas alcanzaban una gota de vida. Había memorizado los nombres de todas, tampoco era tan difícil, pues desde su fundación, el cementerio fue dividido por zonas: la de los angelitos, la de los fundadores, la de los ricos, la de los pobres, a perpetuidad… Llegó, entonces, donde se encontraban “Los fundadores” (hasta el fondo), eran las tumbas más antiguas que existían en todo el municipio y, claro, de las que ni los familiares tenían idea, porque el recuerdo de los muertos también se muere con la memoria de quien los guarda.
Decidió parar por un momento. Sin más, se sentó sobre la piedra llena de moho que apenas y dejaba ver el nombre de “Amparo Velazco de Mendoza, fallecida en 1927” y cuya fecha de nacimiento era imposible de notar dadas las condiciones de su lápida. —Una más— dijo suspirando el anciano. Eran horas las que dedicaba a recorrer tumba por tumba de aquellos cuerpos viejos que tal vez ya no eran más que polvo; otros, ya ni siquiera había necesidad de nombrarlos y lo único que unía a ambos casos era una que otra ocasión cuando el gobierno del pueblo tenía que rascar en lo más profundo de su memoria para encontrar elementos que forjaran su historia ante los demás.
Pero llegaba una hora en particular, por la tarde, cuando una melancolía le apachurraba el corazón y le estremecía las entrañas. Él era el único que se quedaba, tenía las llaves de la puerta para cerrar.
Escuchó unos pasos acompañados de sollozos, ni siquiera hizo el intento por levantar la cara para ver de quién se trataba y advertir que, dentro de poco, el panteón cerraría. La mujer llevaba puesta una falda larga, recta, que apenas y dejaba ver las pantorrillas y los tacones afilados; iba cubierta por una sevillana de encaje negro que hacía juego con su cabello recogido y con la blusa de cuello largo y puños abotonados de donde salían sus dedos esbeltos adornados apenas por un anillo y sosteniendo un rosario. Algo había en aquella mujer que a Don Cuco le estremecía lo suficiente para dejarla pasar pese a la hora.
Comenzó a perderse entre las callejuelas del fondo. El viejo panteonero la perdió de vista en cuanto pensó en voz alta. —En diez minutos cierra el cementerio—
Sin darse cuenta, había llegado a lo más profundo del campo santo, para ese momento el ocre cada vez comenzaba a desaparecer y las siluetas de las lápidas resultaban inquietantes aun con toda la cantidad de alcohol ingerida. Desde muy lejos el eco de la voz de Don Cuco se replicaba con la primera campanada de la Iglesia del pueblo —¡Ey, a las seis se cierra la puerta, a las seis se cierra la puerta!— hicieron caso omiso, de nuevo, giraron y se toparon con la figura de aquella mujer que gimoteaba entre palabras desconocidas “seguro que al viejo se le olvidó que también estaba ella”, pensaron.
“Sustinuit anima mea in verbo ejus:
speravit anima mea in Domino.”
Aquel canto resultaba una atracción que congelaba el ruido, todo era esa quietud por donde seguían caminando cada vez con más cuidado, escondiéndose del panteonero mientras la mujer seguía con su rezo al ritmo de la última ronda de las campanas:
“Quia apud Dominum misericordia,
et copiosa apud eum redemptio.”
De pronto, se escuchó un golpe estruendoso que paralizó a todos. Uno de los visitantes se había atorado en una cruz de metal y había caído sobre la tumba. El silencio se tornó aún más incómodo, los gritos de Don Cuco habían cesado, algo los hizo voltear hacia el frente. En ese momento la última campanada soltó su silbido y los visitantes quedaron atónitos con lo que miraban. No era la primera vez que pasaba, ya les habían advertido que, en otras ocasiones, las quejas eran las mismas. La mujer de la sevillana alzó la cara, los ojos de todos se encontraron en un rito fúnebre, los visitantes alcanzaron a ver que se trataba de un rostro conocido, pero no sabían con certeza dónde la habían visto antes, tal vez en la calle haciendo las compras del mercado o quizá se trataba de la señora de la casona del centro, pero se parecía más a un retrato de su libro de historia o a una fotografía de los periódicos del abuelo.
Uno de los jóvenes recordó que llevaba consigo una cajita de cerillos que se apresuró a sacarla, encendió uno, apenas y alumbró al que seguía atorado en la cruz oxidada, como pudo lo ayudó a zafar la tela, encendió otro cerillo que alcanzó para leer “Aquí yace Don Cuco Mendoza, parece que se ha ido”. Para cuando intentaron prevenir a los demás, la mujer de la sevillana había desaparecido dejando una ráfaga de viento en su lugar. La noche había caído sobre ellos, así como el miedo que los echó a correr en busca de la salida. Pero no había salida, eran las seis de la tarde en punto y la puerta estaba cerrada y ellos completamente solos.
Cuando despertaron, se dieron cuenta de que nunca estuvieron vivos.
Semblanza:
Fátima Téllez es Licenciada Letras Españolas por la Universidad de Guanajuato. Ha participado como ponente en congresos y encuentros de literatura de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, la Universidad Autónoma de Baja California y la UAM-Iztapalapa.